LA COMIDA DE ANTAÑO, POR MANUEL SOGAS COTANO

El vigía del lugar es la fábrica de papel. Es la que manda empezar y parar el trabajo. Es un barco de obra civil, atracado en el corazón del pueblo que todavía ni nombre propio tiene. En realidad el pueblo no ha nacido todavía. Solo tiene el alma.
La fábrica está pasando el puente de hierro a la derecha, frente a la choza de García, de barro con pasto que cubre el entramado de palos secos que hacen de estructura, encalada, y techo a dos aguas de castañuela lustrada de negro por los vientos, las lluvias y el tiempo.

Linda con el canal que hace de aliviadero del río Guadiamar. Viene de Doñana y vierte sus aguas al antiguo cauce del Río Guadalquivir, a unos trescientos metros, por donde Colón iba al Nuevo Continente y volvía a Sevilla con los bolsillos repletos del metal color sol, a la Torre del Oro.

En kilómetros a la redonda, si hace buen tiempo y no hay brumas, se ve el mástil de la fábrica, enorme, largo, rozando las nubes, echando sus humos negros al cielo, y de tanto en tanto, blanco, cuando cuece la paja con sosa cáustica para hacer la pasta del papel.

Ruge la fábrica a la una en punto del medio día, y cuando lo hace es como si se rasgara el viento de arriba abajo. Su silbo largo es más agudo que grave, penetrante.

De haber oído Colón la sirena de la fábrica rugiendo, de seguro se habría asustado y no hubiese vuelto a pasar más por el pueblo camino y vuelta de las Américas.

Pero los vecinos no se asustan cuando pita la fábrica. Saben que la hora de la comida ha llegado.

Los trabajadores comen a la una y los ricos a las tres. Pero en el pueblo no hay ricos. En casa de Manuel se come un poco después de la una, pero sin llegar a las tres, porque en casa de Manuel tampoco son ricos.
A la una, cuando lo avisa la fábrica, paran todos. Paran los herreros de José y Rafael; los mecánicos de Silva y los de la Electromecánica; los carpinteros de Salvador; la fragua de Chacarte; el Guarnicionero y José El Cartero; el taller de los Martínez también cierra. Al barracón de madera de la Compañía llega Domingo con su cuadrilla, todos en bicicleta con sus palas y palines sujetos al cuadro de las mismas con ligas de goma de ruedas de tractor. Comerán en las casas nuevas del Mercado que están recién hechas por los presos de la guerra que han ido para redimir penas, en lo de Resto y por ahí, donde están las tiendas y el Estanco de Toni.

Y Joaquín, el de las bombas de la Mínima llega a su casa, y Pedro, el tío de Francisco, tractorista, deja la leona, y curro el Gorila que también es tractorista y amigo del Padre de Manuel, deja el Fordson que es de Gas-oil, y no de petróleo, como la leona de Pedro; Ana la loca, la maestra del barracón de Maquique, da suelta a los pocos chiquillos que tiene en su escuela, y allá que te van, quien más quien menos, corriendo a sus casas como potrillos desbocados.

A las dos hay que volver al trabajo, y para alargar la hora que se tiene para comer, Joaquín el de Isabel, que está limpiando canales con la guadaña y agua a la cintura lejos del pueblo, se ha quedado en el almorrón del canal que está limpiando de yerbas, carrizos y gramas. Isabel le puso la noche anterior en la fiambrera para comer aquel día, un trozo de tortilla de patatas, un poco de tocino blanco veteado, otro poco de queso, algo de chorizo de ristra y, aparte, pero dentro de la talega también, un cuartillo de vino blanco, al que él llama “lejía”, en una botella pequeña.

Trabajando se bebe poco vino. Casi no se bebe. Se bebe más por las tardes y por las noches en el Puesto Grande.

La hermana de Joaquín el de Isabel, Angelita, tampoco ha ido a comer al pueblo. Está escardando más allá de los Negreros con su cuadrilla. Se ha quedado a comer a la sombra de la choza de Mariquita, la de Murillo.

En aquella choza Manuel cuando era niño se comió un boquerón crudo, lavado con el agua del canalillo que pasa por la puerta y con un poco de sal. Al principio no le gustaba mucho porque se lo empezó a comer con repelús, pero luego sí.

Angelita ha ido al pueblo a trabajar una temporada, se queda en casa de Valentina, la mujer de Celestino, y cuando acabe la temporada, con el dinero ahorrado para su boda se ira a su pueblo, Usagre, un pueblo de Badajoz y se va a casar con Rafael, un cabrero del mismo pueblo, en la Iglesia que está en todo lo alto de una calle muy empinada, que cuando la arreglaron sacaron muchos muertos romanos de la aceras, y entre los muertos romanos que sacaron y que en la misma calle vive la hechicera que echaba los males de ojo, a Manuel cuando va al pueblo le da mucho miedo pasar por ella yendo solo, y si va acompañado, también.

La cuadrilla que está trabajando entre lo de Arturo el valenciano y Santa Rita tampoco ha ido a comer al pueblo, queda lejos, tres o cuatro kilómetros. Se han quedado en lo de Sierra, buscando la sombra del almacén grande y la torre del transformador eléctrico.

Anita ya es un mocita muy guapa, y cuando la mira Benjamín le entra calor y se sonroja, pero no se le nota hasta que no se quita el pañuelo con que se cubre el rostro para protegerselo del sol, los vientos y de los pinchazos del arroz, cuando se agacha para arrancar las yerbas malas, la cola y las gramas, por eso tarda tanto en quitarse el pañuelo y por eso le dice su padre:

- ¡Chiquilla…! Quítate el pañuelo de la cara ya y empieza a comer!

Y por eso a veces Anita se sonroja todavía más.

Miguel el de la Caseta y Consuelo la de Mandolín se han sentado juntos. Son novios formales, pasean por el pueblo cogidos del brazo y todo, y por la noche, se van a pelar la pava.

Consuelo le da lo mejor de su comida a Miguel, y este hace lo mismo con la suya, y como Miguel sabe que a Consuelo le gusta mucho la carne de membrillo, la que es más negra que la otra, la lleva todos los días para dársela de postre a Consuelo cuando paran a comer.

Y la tina de madera con agua, de la que bebe a chorro toda la cuadrilla, la han puesto a la sombra para que no se caliente mucho, porque el agua si se calienta mucho se pone muy mala, se hace como caldo, y en vez de quitar la sed parece que da todavía más.

Manuel entra a su casa jadeando, y le dice a la madre que al salir de la escuela de Ana no ha corrido. Lo más seguro es que la madre no le haya creído, pero él se lo ha dicho, y piensa para sí, que solo ha corrido un poco, porque del Barracón de Maquique a la casa hay un buen paseo, y si no corre no llega a tiempo de ver al padre llegar.

Todavía sudoroso sale a la puerta de la casa y otea el camino por el que todos los días le ve venir desde lo lejos. Le gusta ver como la figura del padre se va acercando hasta que lo ve cerca y rompe a correr saliendo a su encuentro.

Pasa la vista por encima de los arrozales que todavía no están muy altos. La mirada se le enreda entre los carrizales y las espadañas grandes que bordean la linde del almorrón por el que siempre llega el padre, después de dejar la cuadrilla en la casa del Toro para que coman el rancho que les prepara Pura, la francesa, que dicen algunos que está escondida en el pueblo por lo de la guerra, y que a Manuel no le gusta que le bese la cara, porque se la pincha, y a veces huele como a vino, pero no es vino. Los caramelos de coco, blancos, grandes, envueltos en papel trasparente y con el dibujo de un mono color azul que le da Pura muchas veces si que le gustan.

Dos trabajadores de la cuadrilla con más cuidado que esfuerzo, han sacado de la cocina a la calle la enorme olla de aluminio en la que Pura ha preparado el rancho y la han puesto en el suelo. Alrededor de la olla se ha formado un círculo de platos de diferentes tamaños, colores, formas y naturaleza. Desde los platos y marmitas de aluminio del ejército hasta latas vacías, redondas, de conserva de caballa.

El rancho es bueno. Ese día, potaje de garbanzos con tagarninas.

En casa de Manuel la madre ha preparado para comer sopa de tomate, porque dice ella que todos los días hay que comer algo caliente, porque es bueno, y pescado frito, albures y anguilas, y después arroz con leche, un tazón grande y sin asas.

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Manuel Sogas Cotano

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