LOS VERANOS EN LA ZONA

19.2.09


Si pegaba muy bien muy bien la nariz a la ventana de la viajera, cuando giraba a la izquierda en la curva del Rincón, dejando la larga recta del ferrocarril que venía casi perfecta desde el Puntal, ya casi podía ver a mi Chati corriendo por el carril. Era una setter irlandesa de pelo caoba rojizo.
Con ese instinto que sólo tienen los buenos amigos, conforme se acercaba la hora en que la viajara apararía en el carril que llevaba a la zona, Chati iniciaba su camino. Iba a esperar a la abuela Amelia que llegaba cargada de “mandaos” desde la El Puntal. Cuando yo saltaba del último escalón, ella saltaba sobre mí. Sus largas orejas parecía que me abrazaban. Ahora recuerdo que yo, en lugar de ayudar a la abuela Amelia, corría con ella por la vereda para abrir la cancela.
En la zona había una cancela porque era de las que en los 70 aún se compaginaban un uso tradicional de la marisma, la ganadería, con el cultivo del arroz. El vaquero, manriqueño, siempre alerta, gritaba desde la puerta de la casa “las vacas, que se escapan las vacas, cierra la cancela” (pobre hombre, era una cantinela que le acompañaba todo el verano, hasta que empezaba el colegio).
La casa de los abuelos era de dos plantas, en el extremo derecho de las tres que tenía el cortijo. La del centro, con porche, la del señorito (venía muy de tarde en tarde), la de la derecha, sin porche la del vaquero y, la de la izquierda, sin porche también, la de los abuelos.
Allí pasaba los veranos. El abuelo me hacía un colchón de paja que acomodaba debajo de la venta del único dormitorio de la planta de arriba. Recuerdo el sonido de la tarima de madera que, a modo de techo, separaba las dos plantas de la casa. Desde esa ventana veía las luces que señalaban la curva del río o el paso de un barco, o las luces de La Puebla más arriba y, cada noche, como una letanía, yo obligaba al abuelo a que me dijera a qué correspondían todas y cada una de las luces que brillaban en la oscuridad, me ayudaba a quedarme dormida (mitad miedo, mitad curiosidad).
Cuando el abuelo se levantaban yo saltaba del colchón de paja, baja saltado los escalones para llegar a la cántara. La noche ya había hecho su función, y la misma agua que recogida de la pipa la tarde anterior me servía de baño calentito, era un chorro fresquito para el paladar y los ojos.
- ¡No malgastes el agua fresquita, que tiene que durar todo el día ¡(también era uno de los tantos “politonos” del verano….)
Yo, casi susurrando decía, “ven Chati, ven que te lave la cara” y ella se dejaba lavar para luego, vengándose de mí, sacudir sus largas orejas y salpicarme. Era el comienzo de nuestro día de juego.
Después de vaso de leche, tocaba recoger los huevos del gallinero, auténtico paraíso de la Chati pero como tal, prohibido para ella.
Mientras, aprovechando la sobra de la casa, el abuelo arreglaba el huerto. Como todas las familias tenían unas cuantas gallinas, pavos y patos mudos, y un huerto, los tomates eran de un sabor infinito. La economía de subsistencia era un elemento fundamental para todas las familias que, o bien por temporadas, o bien de manera permanente, vivían en el campo.
Pasábamos las mañanas las dos jugando entre los almiares de paja, llevando a los patos al río, y enseñando a un borreguillo que tenía el abuelo a que pasara una y otra vez por mi muleta, una muleta de saco de arroz que el abuelo me había hecho. Al final esta afición mía taurina a él le costó la muerte y a mí el llanto. La mujer del vaquero dijo que no aguantaba ni una embestida más de mi borrego. Ahora sé que ni él iba a morir en la maestranza y que, a las mujeres, la fiesta nacional les tiene un lugar reservado lejos, muy lejos del albero.
Y llegaba la hora del mediodía. Con las chanclas de tiras azules y suelas blancas en la mano (cuántos pares podía comprar la abuela en lo de Pedrito Ríos en un verano…) y con Chati sacándome 30 metros, llegábamos las dos a la bomba. El abuelo Mariano paraba los motores y, por un rato, aquel cuadrado de cemento se me ofrecía como la mejor de las piscinas y, si era valiente y me metía un poquito antes, era el mar, porque el agua, cuando se paraba la bomba, hacia olas.
La Chati, mucho más instintiva que yo, no se metía hasta que la playa no se convertía en piscina.
De vuelta a la casa, con la piel a trozos renegría y a trozos reblanquía, me esperaba el lebrillo. El abuelo, con más fuerza, majaba la sal y el pimiento y después, ante mi impaciencia, me lo acomodaba entre mis rodillas y yo terminaba el gazpacho.
-No te comas los tomates y échalos en el gazpacho, que los de huerto están ahora calientes y el abuelo se va a enfadar (otro politono del verano)-
Debo recocer que a Chati no le gustaba el gazpacho porque probarlo si que tuvo que probarlo, os lo garantizo.
Y al caer la tarde, después de dar la vuelta al campo, mirando tablillas, abriendo y cerrando válvulas, antes de que el sol se perdiera por Colinas, me esperaba el carro, la mula, las alpacas de paja y el cerrao de las vacas. No podía evitar sentirme un poco Laura Ingalls en la Casa de la Pradera. Mientras yo conducía el carro y arreaba inútilmente a una mula que conocía muy bien su oficio, el vaquero iba dejando un rosario de paja por el cerrao. Tan sólo una vez y con la colaboración necesaria de Chati, que mordió su pata, la mula dio un respingo que acabó con los huesos del pobre vaquero en el suelo. Una semana sin carro, mínimo castigo para tamaña hazaña.
Y por fin el domingo. En un baño de zinc, la abuela Amelia con su marcado acento extremeño que aún mantiene, me lavaba. Nadie decía orejas como ella.
Limpita y vestida para la ocasión, a la grupa de la moto del abuelo Mariano me tocaba carne con tomate y un ratito en los cacharritos, que digo cacharritos, en el parque de atracciones, de la Venta El Cruce. Por cierto tengo que hacerle una foto a esa ruleta de flores de hierro y al medio balancín que queda, los columpios ya desaparecieron. ¡Cuántas generaciones de isleños e isleñas hemos sentido el balanceo, las vueltas y las alturas en esos cacharritos!
Y mientras el abuelo estuvo de capataz esos eran mis veranos. Con mi eterna compañera Chati explorando palmo a palmo una zona que más que conocerla la teníamos dibujada en nuestros pies. Eso sí, había veranos que Chati me abandona por una camada de cachorros de un color canela precioso y que yo, con mucha paciencia, sacaba de las entrañas de un almiar de paja, era su sitio preferido para parir. Y de nuevo el llanto, -No podemos quedarnos con todos los perros, pero no te preocupes ya mismo vuelve a parir-
Chati se hizo vieja, perdió prácticamente la vista, pero cuando llegaba el viernes y yo volvía a casa, ella, desde debajo de la mesa, en el mismo sitio que encontré un día a un cachorro precioso en una palangana llena de toallas al volver del colegio, en ese mismo sitio me esperaba, levantaba las orejas, reconociéndome, y a mi me gusta pensar que su corazón se paró corriendo conmigo por Casablanca.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me acabas de traer tantos recuerdo que... hasta acabo de recordar que mi tío tambien fue capataz en una zona del Puntal. Se llamaba Pedro(el bala)y que mi prima se casó con José ( el Lancha)
A ver si recopilo fotos y os dejo un regalito, tengo algunas de cuando era pequeña.Sólo los recuerdos más fuertes perduran en mi memoria, pero ha sido curioso ver que alguién sabe lo que son los "cacharritos" y le llama "La viajera" al autobús al que yo recordaba como "El viajero"

Nací en Sevilla, pero se podría decir que soy de Alfonso, pues allí viví desde el 58 al 67 un año despues de que falleciese mi madre al nacer mi hermana pequeña.
Creo que me va a gustar este apartado del Blog de la Isla.
Un abrazo a tod@s los isleños.
Atenea

Marisma dijo...

estaré encantada de publicar tus fotos y todos los recuerdos que atesores, muchas gracias paisana.

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